domingo, 23 de diciembre de 2012

El día en que el hambre enfurezca


Quizá un día las cosas cambien radicalmente, y algunos efectos generen otras causas, impensadas; por ejemplo: que el hambre enfurezca.

Quizá ese día los hambrientos salgan a la calle desorganizados, pero unidos por un conjuro masivo: la desesperación. Como en las películas de los muertos vivos, inundando las ciudades con los brazos hacia adelante y ajenos a otra cosa que no sea alimentarse. Sembrando el miedo en todos nosotros, ignorantes del hambre y de lo que provoca, especialmente a partir de ese día. Los veremos apurados por devorar cualquier cosa comestible y sin importar qué se les cruce por el camino. Ellos, enceguecidos por el hambre y guiados por la ira, acabarán con todo lo que encuentren hasta saciar su apetito y recobrar así la calma.

Pensando en un día diferente, bien vale imaginar que, despertado ya el enojo por el hambre, ese día se comuniquen entre ellos en forma ágil e inteligente, y salgan a la calle por cuenta propia a manifestar el descontento con su hambre delante de los demás. Será el día en que se cansen de no tener para comer, de no poder pensar del hambre que tienen y que siempre tuvieron. De vivir la opulencia de los otros como un insulto, la caridad como una humillación y la indiferencia como la más violenta de las agresiones, peor incluso que las que generan el amor y el odio.
Quizá ese día se indignen y usen un nombre para organizarse, sin importar si el nombre está ocupado por cualquier otro grupo, porque ellos serán más radicales y no pedirán el derecho para usarlo. Tal vez se sirvan de símbolos para identificarse y de estrategias para destacarse, para lograr ser vistos por todo “el mundo” en la televisión. Y al fin partan unidos y llenen las plazas céntricas. Corten caminos transitados y bloqueen el paso de cientos de personas ocupadas en sus vidas preocupadas (usted que lee y yo que escribo). Tomen palos y escudos, y confronten a quienes los enfrenten impidiendo su derecho a manifestar y su libertad de protestar por no considerar justo lo que se considera justo: porque nadie los llamó para opinar al momento en que unos pocos hablaron en nombre de todos: esto que llamamos representación.
Quizá convoquen a los mandatarios y exijan un pacto que los beneficie y un buen trato, presionando con represalias, más movilizaciones, más agudeza en las negociaciones, mayor uso de su número y unión, de su fe y de la valentía que se tiene cuando no hay qué perder.
Tal vez logren su cometido y el Gobierno responda, y para eso se recorten los subsidios al colectivo y a la energía, el fomento al cine, la inversión en la investigación científica, el verdadero apoyo al arte, el presupuesto para la educación y la salud pública; en suma, las cosas que menos parecen importar al Gobierno que parecemos merecer. Hasta aquí, todo esto puede resultarnos familiar. Esperemos que suene demasiado a oídos de los hambrientos y, preocupados por su futuro y a sabiendas que esto les afectará un mañana, cuando prosperen y la mayoría se transforme en pobres, y los más afortunados de ellos en clase media, que aprovechen la fuerza de su unión para corregir el recorte, y cambiarlo por el dinero que se filtra en la corrupción de la clase política, en lujos exóticos de la justicia y en demás idioteces coloridas. Y que la dirigencia gubernamental les tema, como el resto de nosotros, y se paralice. Que el mismo primer mandatario decida cambiar los gravámenes impositivos, racionalizar el uso de la energía dispensada en dobleces innecesarios, suspender las burocracias estandarizadas y ficticias, y que elimine por completo los discursos propagandísticos y el uso indebido del dinero que para esos fines se gasta y desperdicia, todo en favor de la distribución de la riqueza y a favor de los que menos tienen o más necesitan.

Por supuesto que si imaginamos, no podemos ser ingenuos: no se quedarán allí, estos señores. Entendiendo sencilla la labor de presionar, por el número y el carácter, y los grandes resultados obtenidos en un plazo tan corto, serán capaces de lo insospechado: reclamarán lo justo, primero; luego, intentarán vengarse. Pensarán en el tiempo perdido; lo recordarán por sus heridas sin cerrar; actuarán con saña y rencor. Con el ceño fruncido intentarán derrocar el poder actuante e imponer la anarquía reinante en la esfera que rige su mundo; tomarán las fuerzas armadas y entrarán a todos los edificios históricos que comandan nuestra modesta democracia. Y no serán compasivos ni sentirán piedad (si eso espera, usted es un iluso). Serán menos efectivos que perseverantes, pero lentamente, acabarán con todos los que no sufrimos el hambre. Moriremos todos aquellos que no nos hayamos sentido hambrientos al menos una vez, por más que pidamos perdón o nos arrepintamos; por más que juremos y prometamos pasar a ser nosotros los hambrientos a partir de ese día y vivir sometidos a ellos. 
Para sobrevivir no cabrán sorteos ni concursos. No podremos demostrar nuestro talento para sentirnos con hambre bailando ni cantando, ni todo esto se hará en modo de circo romano ni con el formato de los prostíbulos televisivos; ni pensar en que los finalistas puedan tener derecho a vivir entre ellos, ni aun marcados a fuego con hierros calientes. No. Será caótico, desordenado, y demorará mucho tiempo: algunos moriremos después de horas de agonizar, quizás días enteros. Otros se suicidarán. Los que intenten resistir, o esconderse, sabrán que son muchos los hambrientos enfurecidos y sucumbirán, pronto o tarde, por desesperación o indiferencia (nuevamente la indiferencia, ahora en contra).

Tal vez haya exagerado, y no sea tan grande el número de gente con hambre en nuestra tierra como lo que he invitado a usted a imaginar. Tal vez el Gobierno pueda controlarlos, apaciguarlos, y apagar la furia que el hambre despierte en ellos. 

Por fortuna, ni siquiera debemos preocuparnos por esto; todo continuará como está: por un lado, el hambre no enfurece, sino que genera pesadez, falta de ánimo, falta de lucidez, produce hinchazón abdominal, incapacidad respiratoria y, por ende, reduce las capacidades físicas. El hambre debilita las fuerzas, el amor propio, el sentido de humanidad y solidaridad. El hambre en bebés y niños (desnutrición infantil), interfiere en el desarrollo del cerebro y reduce la capacidad intelectual, y genera problemas irreversibles de todo tipo durante la etapa de crecimiento. El hambre en adolescentes y adultos disminuye la capacidad de reacción ya que bloquea las terminaciones nerviosas y la posibilidad de comprender los estímulos de los sentidos. El hambre genera tristeza, quita el sentido a la vida, produce desvalorización de lo que se tiene y de lo que no se tiene, y quien lo padece deja de intentar cambiar su suerte, porque ya nada importa (la peor indiferencia, entre vivir y morir).
No tendremos problemas con los que ya padecen el hambre.

Ahora bien, por otro lado, el sistema político partidario de nuestra era mantiene a los pobres, quienes aún no sienten hambre todos los días, por encima de la franja de la indigencia, los que sí, con planes sociales y demás "soluciones" cortoplacistas para acaparar la empatía de los beneficiados en épocas electorales y envolver con sentimentalismos a la clase media más sensible a las transformaciones sociales (los que en verdad quisieran que cambie la realidad, y ven fuentes de agua a cada 100 metros de arena en este desierto: quizá, usted y yo estemos entre ellos).
Seguro que tampoco tendremos problemas con la gente que fue educada en la facilidad y no en el esfuerzo, con la gente que no sabe cómo conseguir lo que le han encomendado desear, la gente que aún desea porque todavía no cruzó la franja que los separa de la gente que ya no puede desear nada.
Ellos sí son un gran número y se ocupan de ellos mismos, ya que todavía pueden (para imaginarlos basta sólo encender la televisión y encontrar un canal con los intereses requeridos como para mostrarlos). Ellos sí hacen ruido, pero todavía quedan tropas para reprimirlos, bombas de humo para sosegarlos, fondos públicos para domesticarlos, excusas para postergarlos y la comodidad de la distancia para enjuiciarlos.

Sólo deberíamos preocuparnos cuando ya no alcance todo esto para todos ellos... Aunque quizá, ese momento ya llegó.

Almendra Bernal